Juan Orellana | 15 de enero de 2021
Peter Docter ha querido hacer una cinta políticamente correcta, ecléctica en lo religioso, con tono new age, protagonizada por un afroamericano y por unas almas asexuadas, con elogio de las mascotas y alejada de cualquier planteamiento antropológico «fuerte».
Las películas de Pixar han cosechado casi siempre opiniones unánimes. Con matices, acentos, diversos énfasis… opiniones habitualmente positivas. Solo las entregas de Cars han recogido juicios menos entusiastas de forma generalizada. Sin embargo, Soul, estrenada directamente en la plataforma Disney+, ha despertado amores y odios de forma llamativa. Algunos la acusan de no haber tenido en cuenta al público infantil, otros de contar con un guion de fórmula, incluso circula un vídeo que la tacha de herética. También hay quienes ensalzan la calidad técnica de la animación y la originalidad del planteamiento. ¿Cuál es la razón de esta quiebra de la unanimidad?
Nos puede ayudar fijarnos en quién es el autor del guion y director de la película: Peter Docter, uno de los pilares creativos de Pixar y el que concibió el argumento de la mítica Toy Story. Su increíble trayectoria como creador de historias (Monstruos S.A., Up, Wall-E…) experimenta un giro arriesgado con Del revés (Inside Out), de 2015. En esta película, dirigida también por él, Docter concibe una trama compleja, algo abstracta, muy psicoanalítica, que trata de cosas que no vemos y que supuestamente ocurren en nuestro cerebro. De hecho, la película resulta algo barroca desde un punto de vista conceptual y nada inmediata para el público infantil. En Soul, que es su siguiente largometraje, repite el mismo planteamiento de crear un marco abstracto y muy alejado de la experiencia. Recordemos en qué consiste.
Joe es un profesor de música cuyo sueño frustrado es ser pianista de un buen grupo de jazz. Cuando parece que tiene delante esa oportunidad, se cae en una alcantarilla y lo rescatan en estado de coma. Mientras le dura el coma, su alma se acerca al famoso túnel de luz, entre la vida y la muerte. Joe se niega a aceptar esa muerte inminente y se escapa, yendo a caer al «Gran Antes», un lugar de formación de almas llamado Seminario del Yo, y él es confundido con un mentor, es decir, un alma ya «usada» y que antes de fundirse en el «Gran Después» mentoriza a algún alma inédita antes de bajar a la tierra y encarnarse en algún cuerpo.
A Joe le encomiendan el alma número 22, un alma rebelde que no quiere encarnarse y de la que ya han sido mentores sin éxito Madre Teresa de Calcuta, Ghandi o Abraham Lincoln. Estas almas sin estrenar coinciden con un tipo de personalidad, y por ello están repartidas en diversos pabellones: el de los nerviosos, los distraídos… Pero para bajar a la tierra deben completar su personalidad encontrando su «chispa», ese algo especial que apasiona y da sentido a una vida, algo así como una vocación. Y para ayudar a eso están los mentores.
Ciertamente este extraño contexto metafísico nos muestra un más allá que no se corresponde con la escatología de ninguna de las grandes religiones, aunque se citan el cielo y el infierno. Es un «más allá» configurado desde la ciencia moderna, con alusiones a la física cuántica, y con referentes sacados de los posmodernos modelos de recursos humanos, coaching o libros de autoayuda. También las nuevas tecnologías están presentes. Lo que parece claro es que ese mundo trascendente es impersonal, poco atractivo y tremendamente mecánico, y recuerda un poco a la atmósfera de Walden Dos de Skinner. Por otra parte, es un mundo radicalmente dualista, en el que la relación alma-cuerpo es ocasional y para nada unitaria, ya que un alma concreta puede estar en un cuerpo u otro, como le ocurre al alma de Joe, que se encarna en un gato, lo cual está cerca de la creencia en la transmigración de las almas.
Este ecléctico, confuso y barroco mundo trascendente no es el más fácil para que un niño conecte con la trama, y para el adulto puede ser ocasión de perplejidad y extrañeza. El problema es que este universo abstracto dificulta la comprensión del mensaje, que parece ser desproporcionadamente menor que la grandilocuencia del contexto. La propuesta final, de hecho, es una especie de carpe diem circunspecto que asume que disfrutar las pequeñas cosas es el sentido de la vida. Pero ni siquiera eso es claro. Por supuesto, de herejía no tiene nada, ya que no es una película cristiana en ningún sentido, y por ello no tiene sentido aplicarle semejante etiqueta.
Aunque las virtudes del filme son innegables, como la calidad de su animación, el retrato de Nueva York, la originalidad de los diseños… no se puede hablar de una película para el gran público, y mucho menos de una cinta infantil. Docter ha querido hacer una cinta políticamente correcta, ecléctica en lo religioso, con tono new age, protagonizada por un afroamericano y por unas almas asexuadas, con elogio de las mascotas y alejada de cualquier planteamiento antropológico «fuerte». En la cinta también hay «místicos», que realizan viajes astrales, y que son las almas de chamanes, médiums o sanadoras.
A Soul, en definitiva, le sobra diseño y le falta vida, le sobra abstracción y le falta experiencia real. Si algo deslumbraba en Toy Story eran los sentimientos tan auténticos que expresaban los personajes, la intensa vida real que fluía por aquella habitación llena de juguetes. Esperemos que Soul sea solo un tropiezo y que Pixar no abandone su «alma» en aras de una etérea destreza técnica.
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